Bitácora de viaje


Voy en el tren que me llevará a Los Angeles. Todo ha salido bien. Desde la casa en Tijuana, Eliézer se ha comunicado con su hermano Armando. Él me llevará hasta el centro de San Diego. Nos levantamos bien temprano. Yo, a las tres de la mañana; Eliézer a las cuatro. Estamos listos en una hora. Armando nos encuentra en Otay, junto a mariscos Chewins. Casi no he tratado con mi cuñado. Nos vemos en fiestas de lejos y con cordialidad. Además que él vive con un pie en Estados Unidos y otro en México. Es un conmuter. O es un verdadero fronterizo. Se ha mantenido por más de veinte años en esa condición. En cambio yo. Las instituciones mexicanas han hecho un buen trabajo: soy bien nacionalista. Arraigada a este último pedazo de mexicanidad.

Me subo a su troca y enfilamos hacia los EU, que para los fronterizos es decir San Diego, o mejor, el otro lado.

Armando es grande. Del tipo cholo antiguo. Mirada temeraria. No se amedrenta. Me cuenta que desde joven su vida fue la vagancia. Desde los doce años ya andaba en fiestas tomando alcohol. Huyó de su casa. Ingresó al ejército. Desertó. Luego tuvo su primer hijo, y con el tiempo quiso asentarse. Primero en Mexicali, en el trabajo agrícola. Después, al haber obtenido la amnistía, en San Diego. Reconozco algunos rasgos en él que ya había intuido. La familia de mi esposo es grande. Mucho mayor que la mía que se ha reproducido poco, que tiende a la extinción.

Pero ahora, la experiencia de Armando, en la vagancia, como dice él, le es útil a esta académica que ha seguido todas las reglas.

Nos detenemos porque algo en el carro no anda bien. Si sube la velocidad en el freeway, la camioneta se desbalancea. La seguridad que me inspiraba mi cuñado se mantiene, pero ahora veo que algo instintivo aparece en él. Algo que lo vuelca hacia adelante, que le pone la mirada fija, concentrada. Decide llegar al departamento de su hijo Jonathan para utilizar otro auto. Son apenas las cinco y Jonathan no contesta el celular. Ni escucha los toques a la puerta. Regresamos a la camioneta. Nos la echaremos así. Despacio.

Llegamos a San Diego. Es una ciudad hermosa. Reconozco algunas calles de cuando apenas me atrevía a llegar hasta acá en el trolley. Debo confesar que lo aventurera ha ido minando en mí con los años. Ah, le digo a Armando, para allá está el mar, ¿no?

Nos estacionamos en un espacio prohibido. Pero es sábado, dice mi cuñado, y muy temprano. No pasa nada. Contrario a la disciplina y civilidad que impone el vivir en Estados Unidos, él ha conservado cierta rebeldía. Algo dentro de mí asiente. No esperaba menos, jaja.

Me acompaña hasta el Amtrack. La estación es hermosa. Me hace recordar esas historias que leí durante el doctorado sobre la importancia que tuvieron los ferrocarriles en el desarrollo del oeste norteamericano en los primeros años del siglo XX. Compro el boleto, es la primera corrida del día: 6:07 de la mañana. Si todo va bien llegaré a Los Angeles a las 8:45.

Algo lindo siento al despedirme de mi cuñado. Un sentimiento de pertenencia familiar que durante mucho tiempo estuvo ausente en mi vida.

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