Valium 10
A veces (y no trates
de restarle importancia
diciendo que no ocurre con
frecuencia)
se te quiebra la vara con que mides
se te extravía la brújula
y ya no entiendes nada
El día se convierte en una sucesión
de hechos incoherentes, de
funciones
que vas desempeñando por inercia y
por hábito.
Y lo vives. Y dictas el oficio
a quienes corresponde. Y das la
clase
lo mismo a los alumnos inscritos
que al oyente.
Y en la noche redactas el texto que
la imprenta
devorará mañana.
Y vigilas (oh, sólo por encima)
la marcha de la casa, la perfecta
coordinación de múltiples programas
—porque el hijo mayor ya viste de
etiqueta
para ir de chambelán a un baile de
quince años
y el menor quiere ser futbolista y
el de en medio
tiene un póster del Che junto a su
tocadiscos—.
Y repasas las cuentas del gasto y reflexionas,
junto a la cocinera, sobre el costo
de la vida y el ars magna combinatoria
del que surge el menú posible y
cotidiano.
Y aún tienes voluntad para
desmaquillarte
y ponerte la crema nutritiva y aún
leer
algunas líneas antes de consumir la
lámpara.
Y ya en la oscuridad, en el umbral
del sueño,
echas de menos lo que se ha
perdido:
el diamante de más precio, la carta
de marear, el libro
con cien preguntas básicas (y sus
correspondientes respuestas) para un diálogo
elemental siquiera con la Esfinge.
Y tienes la penosa sensación
De que en el crucigrama se deslizó
una errata
Que lo hace irresoluble.
Y deletreas el nombre del Caos. Y
no puedes
dormir si no destapas
el frasco de pastillas y si no
tragas una
en la que se condensa,
químicamente pura, la ordenación
del mundo.