M.F. La arqueología del saber
La historia continua es el correlato
indispensable de la función fundadora del sujeto: la garantía de que todo
cuanto le ha escapado podrá serle devuelto; la certidumbre de que el tiempo no
dispersará nada sin restituirlo en una unidad recompuesta; la promesa de que el
sujeto podrá un día- bajo la forma de la conciencia histórica- apropiarse
nuevamente todas esas cosas mantenidas lejanas por la diferencia, restaurará su
poderío sobre ellas y en ellas encontrará lo que se puede muy bien llamar su
morada.
Se gritará, pues, que se asesina a la
historia cada vez que en un análisis histórico – y sobre todo si se trata del
pensamiento, de las ideas, o de los conocimientos- se vea utilizar de manera
demasiado manifiesta las categorías de la discontinuidad y de la diferencia,
las nociones de umbral, de ruptura y transformación, la descripción de las
series y de los límites.
Pero no hay que engañarse: lo que tanto se
llora no es la desaparición de la historia, sino la de esa forma de historia
que estaba referida en secreto, pero por entero, a la actividad sintética del
sujeto; lo que se llora es ese devenir que debía proporcionar a la soberanía de
la conciencia un abrigo más seguro, menos expuesto, que los mitos, los sistemas
de parentesco, las lenguas, la sexualidad o el deseo; lo que se llora es la
posibilidad de reanimar por el proyecto, el trabajo del sentido o el movimiento
de la totalización, el juego de las determinaciones materiales, de las reglas
de práctica, de los sistemas inconscientes, de las relaciones rigurosas pero no
reflexivas, de las correlaciones que escapan a toda experiencia vivida; lo que
se llora es ese uso ideológico de la historia por el cual se trata de restituir
al hombre todo cuanto, desde hace más de un siglo, no ha cesado de escaparle.