La voz pública de las mujeres. Mary Beard.
Tomado de http://www.letraslibres.com/revista/dossier/la-voz-publica-de-las-mujeres?page=full
Quiero
empezar muy cerca del principio de la tradición literaria occidental y su
primer ejemplo documentado de un hombre diciéndole a una mujer que se “calle”
porque su voz no debe ser escuchada en público. Estoy pensando en un momento
inmortalizado al principio de la Odisea. Ahora pensamos en la Odisea como la
historia de Ulises y las aventuras y desventuras que sufrió en su viaje de
vuelta a casa después de la guerra de Troya mientras, durante décadas, la leal
Penélope lo esperaba y ahuyentaba a los pretendientes que aspiraban a su mano.
Pero la Odisea es en la misma medida la historia de Telémaco, el hijo de Ulises
y Penélope; la historia de cómo crece, de cómo en el transcurso del poema
madura y deja de ser un niño para convertirse en un hombre. El proceso empieza
en el primer libro, cuando Penélope desciende de sus habitaciones privadas al
gran salón y encuentra a un bardo actuando para la multitud de pretendientes.
El bardo canta sobre las dificultades que los héroes griegos están teniendo
para volver a casa. A ella no le gusta y, delante de todos, le pide al bardo
que cante otra cosa más alegre. En ese momento interviene el joven Telémaco:
“Madre mía –dice–, marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y
la rueca, y ordena a las esclavas que se ocupen del suyo. La palabra debe ser
cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este
palacio.”1
Hay
algo ligeramente ridículo en este chiquillo que hace callar a una experimentada
Penélope de mediana edad. Pero es una buena demostración de que justo cuando
empiezan las pruebas escritas de la cultura occidental las mujeres no son
escuchadas en la esfera pública; más que eso, tal como lo explica Homero: de
que una parte integral del crecimiento de un hombre es aprender a controlar lo
que se dice en público y a silenciar a las mujeres de la especie. Las palabras
que utiliza Telémaco son también significativas. Cuando dice que “la palabra”
es “cosa de hombres”, dice muthos, pero no en el sentido que nos ha llegado a
nosotros como “mito”. En el griego homérico se refiere al discurso público con
autoridad (no la charla, el cotorreo o los chismes que cualquiera –mujeres
incluidas, o sobre todo las mujeres– puede practicar).
Lo
que me interesa es la relación entre el clásico momento homérico de silenciar a
una mujer y algunas de las formas en que las voces de las mujeres no son
escuchadas en público en nuestra cultura y en nuestra política contemporáneas,
desde los escaños del parlamento a los despachos de los negocios. Es una sordera
conocida que fue parodiada con elegancia en una vieja viñeta de la revista
Punch en la que un directivo dice: “Es una sugerencia excelente, señorita
Triggs. Quizá alguno de los hombres aquí presentes quiera hacerla.” Quiero
examinar también qué relación puede tener con las agresiones que siguen
recibiendo hoy las mujeres que hablan en público. Una de las preguntas que no
dejo de hacerme es cuál es la vinculación que puede haber entre apoyar de forma
pública la aparición del retrato de una mujer en un billete, las amenazas de
violación y decapitación en Twitter y el menosprecio de Penélope por parte de
Telémaco.2
Mi
objetivo aquí –y reconozco la ironía implícita en que me den espacio para
tratar el tema– es adoptar una visión histórica amplia de la relación, muy
incómoda desde el punto de vista cultural, entre la voz de las mujeres y la
esfera pública de conversación, debate y comentario: la política en el sentido
más amplio, desde los sindicatos hasta los parlamentos. Espero que esta visión
histórica amplia nos ayude a ir más allá del simple diagnóstico de “misoginia”
al que, con una cierta pereza, solemos recurrir. Sin duda, “misoginia” es una
forma de describir lo que está pasando. (Si participas, como yo, en un programa
de debate en la televisión y después recibes una tonelada de tuits comparando
tus genitales con toda clase de desagradables verduras podridas, es difícil
encontrar una palabra más acertada.) Pero si queremos comprender el hecho de
que las mujeres, incluso cuando no son silenciadas, tienen que pagar un precio
muy alto para que se las escuche, y queremos hacer algo al respecto, tenemos
que reconocer que es un poco más complicado y que detrás hay una larga
historia.
La
salida de tono de Telémaco fue apenas el primer ejemplo en una larga lista de
intentos bastante exitosos, y repetidos a lo largo de toda la antigüedad griega
y romana, no solo de excluir a las mujeres de la discusión pública sino de
exhibir esa exclusión. A principios del siglo iv antes de Cristo, Aristófanes
dedicó una comedia entera a la “hilarante” fantasía de que las mujeres pudieran
asumir el control del Estado. Parte de la broma era que las mujeres no podían
hablar adecuadamente en público o, más bien, que no podían adaptar su forma de
hablar en privado (que en este caso estaba en buena medida centrada en el sexo)
al noble idioma de la política masculina. En el mundo romano, las Metamorfosis
de Ovidio –esa extraordinaria obra de épica mitológica sobre gente que cambia
de forma (y acaso la obra literaria más influyente en el arte occidental
después de la Biblia)– regresa una y otra vez a la idea de silenciar a las
mujeres en el proceso de su transformación. Júpiter convierte a la pobre Ío en
una vaca para que no pueda hablar, sino solo mugir, mientras que la parlanchina
ninfa Eco es castigada para que su voz nunca sea la suya, sino solo un
instrumento para repetir las palabras de los demás. (En el famoso cuadro de
Waterhouse contempla a su deseado Narciso pero no puede iniciar una
conversación con él; Narciso, a su vez, se ha enamorado de su propia imagen
reflejada en el estanque.) Un honesto antólogo romano del siglo i de nuestra
era logró desenterrar solo tres ejemplos de “mujeres cuya condición natural les
impedía mantenerse en silencio en el foro”. Sus descripciones son significativas.
La primera, una mujer llamada Maesia, se defendió con éxito en los tribunales y
“como en realidad tenía la naturaleza de un hombre debajo de la apariencia de
una mujer, era llamada la ‘andrógina’”. La segunda, Afrania, solía iniciar ella
misma casos legales y era tan “insolente” que se representaba en persona, de
tal modo que todo el mundo se cansó de sus “ladridos” y sus “gruñidos” (aún no
se le concede “habla” humana). Nos dicen que murió en el 48 antes de Cristo,
porque “con seres extraños como estos es más importante documentar cuándo
murieron que cuándo nacieron”.
En
el mundo clásico solo hay dos grandes excepciones a esta abominación de las
mujeres que hablan en público. En primer lugar, se permite a las mujeres hablar
como víctimas y como mártires, por lo común para anticipar su propia muerte.
Las primeras mujeres cristianas eran representadas manifestando en voz alta su
fe mientras las arrojaban a los leones y, en una anécdota bien conocida de los
inicios de la historia de Roma, la virtuosa Lucrecia, violada por un brutal
príncipe de la monarquía gobernante, tuvo la posibilidad de decir unas frases
para denunciar a su violador y anunciar su suicidio (o así lo presentaron los
escritores romanos: no tenemos ni idea de lo que pasó en realidad). Pero
también estas tristes oportunidades de hablar podían ser eliminadas. Una
historia de las Metamorfosis cuenta la violación de la joven princesa Filomela.
Para impedir una denuncia como la de Lucrecia, el violador le corta la lengua.
Es una idea recuperada en Titus Andronicus, donde también le cortan la lengua a
la violada Lavinia.
La
segunda excepción es más familiar. A veces las mujeres podían de manera
legítima levantarse y hablar: para defender sus casas, a sus hijos, a sus
maridos o los intereses de otras mujeres. Así, en el tercero de los tres
ejemplos de oratoria femenina comentados por el antólogo romano, la mujer
–llamada Hortensia– consigue hablar en público porque actúa explícitamente como
portavoz de las mujeres de Roma después de que se les ha aplicado un impuesto
especial sobre la riqueza para financiar una guerra dudosa. Las mujeres, en
otras palabras, pueden en circunstancias extremas defender en público sus
intereses particulares, pero no hablar por los hombres o por la comunidad entera.
En general, como afirmó un gurú en el siglo ii de nuestra era, “una mujer
debería abstenerse de exponer su voz a los desconocidos como se abstendría de
quitarse la ropa”.
Con
todo, aquí hay más de lo que podría parecer a simple vista. Esta “mudez” no es
solo un reflejo de la falta de poder general de la mujer en el mundo clásico:
la falta de derechos de voto, independencia legal y económica limitadas,
etcétera. Las mujeres del mundo antiguo, por supuesto, no podían alzar la voz
en una esfera pública a la que, en términos formales, no pertenecían. Nos
enfrentamos más bien a una exclusión del debate público mucho más activa y
malintencionada y, es importante señalarlo, una exclusión que tiene un impacto
mucho mayor del que por lo regular reconocemos en nuestras tradiciones,
convenciones y suposiciones sobre la voz de las mujeres. Me refiero a que el
habla en público y la oratoria no eran solo cosas que las mujeres de la
antigüedad no practicaran: eran costumbres y habilidades exclusivas que
definían la masculinidad como género. Como hemos visto en el caso de Telémaco,
convertirse en un hombre –y estamos hablando de un hombre de la élite–
consistía en reclamar el derecho a hablar. El habla en público era un –si no
el– atributo definitorio de la masculinidad. En la mayoría de las
circunstancias, una mujer que hablaba en público no era, por definición, una
mujer. En la literatura antigua se reitera con frecuencia la autoridad de una
grave voz masculina. Como decía de modo explícito un antiguo tratado científico,
una voz grave señalaba valentía viril; una voz aguda, cobardía femenina. O como
afirmaron otros escritores clásicos, el tono y la textura del habla de la mujer
siempre amenazaban con subvertir no solo la voz del orador masculino, sino
también la estabilidad social y política, la salud de todo el Estado. Así que
otro maestro y gurú del siglo ii, Dion Crisóstomo, cuyo nombre significa nada
menos que “Boca de oro”, pidió a su audiencia que imaginara una situación en la
que “una comunidad entera fuera golpeada por una rara dolencia de modo que
todos los hombres de repente tuvieran voz de mujer y ningún hombre –niño o
adulto– pudiera decir nada de una manera viril. ¿No nos parecería eso terrible
y más difícil de soportar que cualquier plaga? Estoy seguro de que correrían a
un santuario para consultar a los dioses e intentarían propiciar el poder
divino con muchos regalos”. No bromeaba.
Lo
que trato de subrayar aquí es que esto no es la ideología peculiar de una
cultura distante. Tal vez solo distante en el tiempo. Es la tradición del habla
en función del género –y la teorización del habla en función del género– de la
que todavía somos, directa o con más frecuencia indirectamente, herederos. No
quiero exagerar. La cultura occidental no se lo debe todo a los griegos y
romanos, ni en el habla ni en ninguna otra cosa (gracias al cielo: a ninguno de
nosotros nos gustaría vivir en un mundo grecorromano). Recibimos toda clase de
influencias en pugna, y nuestro sistema político, por suerte, ha derribado
muchas de las certezas de la antigüedad vinculadas al género. Pero sigue siendo
un hecho que nuestras tradiciones de debate y habla en público, sus
convenciones y reglas permanecen en buena medida a la sombra del mundo clásico.
Las técnicas modernas de retórica y persuasión formuladas en el Renacimiento se
basaban sin disimulo en los discursos y manuales de la antigüedad. Nuestros
propios términos de análisis retórico se remontan en línea directa a
Aristóteles y Cicerón (es habitual señalar que Barack Obama, o quienes escriben
sus discursos, han aprendido sus mejores trucos de Cicerón). Y por lo que
respecta al Parlamento británico, los caballeros del siglo xix que diseñaron, o
consagraron, la mayoría de las reglas y procedimientos parlamentarios que ahora
conocemos se educaron con las mismas teorías, eslóganes y prejuicios clásicos
que he venido citando. Una vez más, no somos solo las víctimas incautas de
nuestra herencia clásica, sino que las tradiciones clásicas nos han aportado un
poderoso modelo para pensar sobre el habla en público y para decidir qué es
buena oratoria y qué es mala oratoria, oratoria persuasiva o no persuasiva, y
al discurso de quién debe dársele espacio y atención. Y el género es, por
supuesto, una parte importante de esa mezcla.
Basta
con dedicar una rápida mirada a las tradiciones occidentales modernas de habla
en público –al menos hasta el siglo XX– para darse cuenta de que muchos de los
temas clásicos que he comentado emergen una y otra vez. Las mujeres que
reclaman una voz pública son tratadas como andróginas excéntricas, del mismo
modo que Maesia, que se defendía a sí misma en el foro. El caso evidente es el
beligerante discurso de Isabel I a las tropas en Tilbury, frente a la Armada
española, en 1588. En palabras que aprendimos en la escuela parece reconocer de
modo positivo su androginia: “Sé que tengo el cuerpo de una mujer débil,
quebradiza; pero tengo el corazón y el estómago de un rey, y además de un rey
de Inglaterra.” Es un poco raro que las niñas deban aprender esta frase. De
hecho, es muy probable que nunca dijera nada parecido. No hay un documento
escrito de su mano, ni de quien le escribiera los discursos, ningún testimonio
directo, y la versión canónica procede de una carta de un comentarista no
fiable, con sus propios intereses, escrita casi cuarenta años más tarde. Pero
para lo que pretendo explicar, el probable carácter ficticio del discurso lo
hace aún mejor: el bonito giro es que el hombre que escribió la carta puso la
jactancia (o confesión) de androginia en la boca de la propia Isabel.
Si
miramos con una perspectiva más general las tradiciones oratorias modernas
encontramos esa misma zona exclusiva en la que se permite a las mujeres hablar
en público: en defensa de sus intereses particulares o para hacer gala de su
carácter de víctimas. Si se repasan las colaboraciones de mujeres incluidas en
esas curiosas antologías llamadas Cien grandes discursos de la historia o algo
parecido, se ve que la mayoría de los discursos femeninos recogidos –de
Emmeline Pankhurst al discurso de Hillary Clinton en la conferencia de Naciones
Unidas sobre las mujeres en Pekín– tratan sobre las mujeres. También trata
sobre mujeres el que acaso sea el ejemplo más antologado de oratoria femenina,
“¿No soy una mujer?”, el discurso que pronunció en 1851 la exesclava, abolicionista
y defensora de los derechos de las mujeres Sojourner Truth. “¿Y no soy una
mujer? –se supone que dijo–. He dado a luz a trece niños y he visto cómo la
mayoría de ellos eran vendidos como esclavos, y cuando lloré con la pena de una
madre, ¡nadie excepto Jesús me escuchó! ¿Y no soy una mujer?” Debo decir que, a
pesar de lo influyentes que hayan podido ser estas palabras, son solo un poco
menos míticas que las de Isabel en Tilbury. La versión autorizada se escribió
una década después de que Sojourner Truth dijera lo que sea que haya dicho, y
fue entonces cuando se insertó el ahora famoso estribillo, al mismo tiempo que
todas sus palabras fueron traducidas al acento sureño para encuadrarlas en el
mensaje abolicionista, a pesar de que ella procedía del norte y había crecido
hablando holandés. No digo que las voces que se alzaron en defensa de las
causas de las mujeres no fueran importantes, pero los discursos públicos de las
mujeres han estado limitados a esa área durante siglos. En este punto debería
señalar con el dedo –antes de que cualquier otro lo haga– el tema del que estoy
hablando. Nadie me lo ha impuesto. Pero no puede ser una coincidencia que
decidiera hablar de la “voz pública de las mujeres” en lugar de, por ejemplo,
la inmigración o la guerra en Siria. Quizás deba confesar que también estoy
limitada a esa área.
La
verdad es que ni siquiera ese espacio de permisión ha estado siempre o de modo
consistente disponible para las mujeres. Cualquiera que haya leído Las
bostonianas, de Henry James, publicada en la década de 1880, recordará que uno
de los temas principales del libro es el silenciamiento de Verena Tarrant, una
joven abanderada y portavoz feminista. A medida que se acerca a su pretendiente
Basil Ransom (un hombre que posee, como señala James, una voz grave y rica), se
halla cada vez más incapaz de hablar en público como solía hacerlo. Ransom, a
todos los efectos, reprivatiza su voz insistiendo en que le hable solo a él:
“Guárdate tus palabras tranquilizadoras para mí”, dice. En la novela es difícil
establecer cuál es el punto de vista de James –sin duda los lectores no sienten
simpatía por Ransom–, pero en sus ensayos James deja clara su posición, puesto
que habla del efecto contaminante, contagioso y socialmente destructor de las
voces de las mujeres, con palabras que con facilidad podrían proceder de la
pluma de algún romano del siglo ii (y sin duda salían, en parte, de fuentes
clásicas). Bajo la influencia de las mujeres estadounidenses, insistía, el
lenguaje se arriesga a convertirse en un “balbuceo o un revoltijo, un babeo sin
lengua o un gruñido o un gemido”; sonará como “el mugido de la vaca, el rebuzno
del asno y el ladrido del perro”. (Nótese el eco de la Filomela sin lengua, el
mugido de Ío y el ladrido de la oradora en el foro romano.) James era uno entre
muchos. En lo que en aquel momento era una cruzada en favor de las costumbres
honorables del discurso estadounidense, otros conocidos contemporáneos
ensalzaron el dulce canto doméstico de la voz femenina, mientras que al mismo tiempo
se oponían a su uso en el mundo en general. Y tuvieron lugar toda clase de
exclamaciones sobre los “delgados tonos nasales” de los discursos públicos de
las mujeres, sobre “los suspiros, resoplidos, gemidos y relinchos”. “En los
nombres de nuestros hogares, de nuestros hijos, de nuestro futuro y de nuestro
honor nacional –dijo James una vez más–, ¡no tengamos mujeres así!”
Por
supuesto, ahora no hablamos en esos términos descarnados. ¿O sí? Porque me
parece que muchos aspectos de estas visiones tradicionales sobre la inapropiada
naturaleza de las mujeres para el discurso en público –unas visiones que, en lo
esencial, se remontan a hace dos milenios– todavía subyacen en nuestras ideas
sobre la voz femenina en público y nuestra incomodidad con ella. Tomemos el
lenguaje que aún utilizamos para describir la voz de las mujeres, que no está
tan lejos del de James o nuestros pontificadores romanos. ¿Qué se dice de las
mujeres que hacen afirmaciones en público, que luchan por lo suyo, que alzan la
voz? Son “estridentes”, “se quejan” y “gimen”. Después de un episodio
desagradable de comentarios en internet sobre mis genitales, tuiteé (con mucha
valentía, pensé) que todo eso era un poco “alucinante”. Esto fue relatado por
un comentarista en una gran revista británica con los siguientes términos: “La
misoginia es de verdad ‘alucinante’, gimió.” (Por lo que he podido ver en una
rápida búsqueda en Google, el único otro grupo del que en Gran Bretaña se dice
que “gime” tanto como las mujeres son los entrenadores impopulares de la liga
de futbol cuando tienen una racha de derrotas.)
¿Importan
estas palabras? Por supuesto que sí, porque apuntalan un idioma que trata de
eliminar la autoridad, la fuerza e incluso el humor de lo que dicen las
mujeres. Es un idioma que, en realidad, recoloca a las mujeres de vuelta en la
esfera doméstica (la gente “gime” por cosas como lavar los platos); trivializa
sus palabras o las “reprivatiza”. Comparémoslo con el hombre de “voz profunda”,
con todas las connotaciones que tiene la simple palabra “profundidad”. Todavía
sucede que cuando los oyentes escuchan una voz femenina no oyen una voz que
connota autoridad, o más bien no han aprendido a oír la autoridad en ella; no
oyen muthos. Y no es solo la voz: puedes añadir las caras arrugadas o cuarteadas
que denotan sabiduría madura en el caso de un hombre, pero
“demasiado-vieja-para-mí” en el caso de una mujer.
Tampoco
parecen oír una voz experta; al menos, no fuera de las esferas propias de los
intereses particulares de las mujeres. Es muy distinto para una diputada ser
ministra de las mujeres (o de educación o de sanidad) que ser ministra de
hacienda (un puesto que en Gran Bretaña nunca ha ocupado una mujer). Y, en el
otro extremo, todavía vemos una tremenda resistencia a la intrusión femenina en
el territorio discursivo tradicionalmente masculino, sean los insultos
arrojados contra Jacqui Oatley por tener la valentía de dejar las canchas de
deportes femeninos para ser la primera comentarista mujer del programa
deportivo Match of the Day, o lo que pueden encontrarse las mujeres que
aparecen en el programa de debate Question Time, en el que los temas suelen ser
característicos de la “política masculina”. Puede que no sea una sorpresa que
el mismo comentarista que me acusó de “gemir” afirme llevar la cuenta de una
“desenfadada” competición por quién es la “mujer más idiota que sale en
Question Time”. Más interesante aún es otra conexión cultural que esto revela:
que las opiniones impopulares, controvertidas o, en todo caso, distintas,
cuando son expresadas por una mujer, se interpretan como indicadores de su
estupidez. No es que no estés de acuerdo con ella, es que es idiota. “Lo
siento, cariño, pero no lo entiendes.” He perdido la cuenta de las veces que me
han llamado “imbécil ignorante”.
Estas
actitudes, presunciones y prejuicios están arraigados con firmeza en nosotros:
no en nuestros cerebros (no hay ninguna razón neurológica para que consideremos
las voces graves más autorizadas que las agudas), sino en nuestra cultura,
nuestro lenguaje y milenios de nuestra historia. Y cuando pensamos en la
infrarrepresentación de las mujeres en la política internacional, su relativa
mudez en la esfera pública, tenemos que pensar más allá de lo que el primer
ministro británico y sus colegas hacían en el Bullingdon Club, más allá del mal
comportamiento y la cultura de colegueo de Westminster, más allá de los
horarios conciliadores y las disposiciones sobre el cuidado de los niños
(aunque todo eso sea importante). Tenemos que centrarnos en temas, aun más
fundamentales, relacionados con el modo en que hemos aprendido a oír las
opiniones de las mujeres o –regresando a la viñeta de Punch por un momento–
sobre lo que he llamado “la cuestión de la señorita Triggs”. No solo “¿cómo
puede entrar en la conversación?”, sino cómo podemos ser más conscientes de los
procesos y prejuicios que hacen que no la escuchemos.
Algunas
de estas mismas cuestiones relacionadas con la voz y el género tienen que ver
con los trolls, las amenazas de muerte y los insultos en internet. Tenemos que
andarnos con cuidado al generalizar con demasiada seguridad sobre los aspectos
más desagradables de la web: aparecen de maneras muy distintas (no es lo mismo
en Twitter, por ejemplo, que en la sección de comentarios de un periódico), y
las amenazas de muerte delictivas son algo muy diferente a los insultos
sexistas “obscenos”. Los destinatarios son gente muy distinta, desde padres en
duelo por la muerte de sus hijos adolescentes a famosos de todo tipo. Lo que
está claro es que quienes hacen estas cosas son en su mayoría hombres, y atacan
mucho más a las mujeres que a otros hombres (un estudio universitario señalaba
una ratio de 30 a 1 entre los destinatarios femeninos y masculinos). Debo decir
(y yo no he sufrido nada semejante a lo experimentado por muchas de esas
mujeres) que recibo lo que, con un eufemismo, podríamos llamar respuestas
“hostiles y maleducadas” (es decir, algo más que críticas justas o incluso ira
justificada) cada vez que hablo en la radio o la televisión.
Esto
se debe, estoy segura, a muchas cosas. Parte procede de chicos portándose mal;
parte, de gente que ha bebido demasiado; parte, de gente que por un momento ha
perdido sus inhibidores interiores (y después puede pedir muchas disculpas).
Hay más gente triste que malvada. Cuando me siento caritativa pienso que buena
parte de las ofensas procede de gente que se siente decepcionada por las falsas
promesas de democratización proclamadas, por ejemplo, por Twitter. Se suponía
que iba a ponernos en contacto directo con los que están en el poder y a abrir
una nueva forma de conversación democrática. No hace nada parecido: si le
mandamos un tuit al presidente o al papa, no lo leerán como no leerían una
carta, y en la mayoría de los casos el presidente ni siquiera escribe los tuits
que aparecen a su nombre. ¿Cómo iba a hacerlo? (No estoy segura con respecto al
papa.) Parte de los insultos, sospecho, son un grito de frustración ante las
falsas promesas que se dirigen a destinatarios tradicionales (“una mujer que no
se calla”). Las mujeres no son las únicas que se pueden sentir “sin voz”.
Pero
cuanto más miro las amenazas y los insultos que reciben las mujeres más creo
que encajan en los viejos patrones de los que he venido hablando. Para empezar,
no importa mucho qué postura adoptes como mujer, si te adentras en un
territorio tradicionalmente masculino, los insultos te llegan de todas formas.
Lo que los suscita no es lo que dices, sino el hecho de que lo digas. Y eso
sirve también al detalle de las amenazas mismas. Incluyen un menú más bien previsible
de violaciones, bombas, asesinatos y cosas por el estilo (quizá ahora parece
que me tomo la cosa con calma; eso no quiere decir que no dé miedo cuando
recibes los mensajes a altas horas de la noche). Pero una sección significativa
tiene como objetivo silenciar a la mujer: “Cállate, puta” es un estribillo
bastante común. O promete eliminar su capacidad de hablar. “Te voy a cortar la
cabeza y luego te voy a violar” decía un tuit que recibí. “Headlessfemalepig”
[cerdasincabeza] era el nombre en Twitter de alguien que amenazaba a una
periodista estadounidense. A su manera cruda y agresiva, trata de mantener a
las mujeres lejos de la conversación de los hombres, o a echarlas de ella. Es
difícil no ver una ligera relación entre esos enloquecidos estallidos en
Twitter –la mayoría de ellos no son otra cosa– y los hombres de la Cámara de
los Comunes que interrumpen a las mujeres de forma tan ruidosa que,
sencillamente, no se oye lo que dicen (al parecer, en el Parlamento afgano
desconectan los micrófonos cuando no quieren oír hablar a las mujeres). Es
paradójico que la solución bienintencionada que a menudo se recomienda cuando
las mujeres sufren estos insultos produce el resultado que quieren los que
insultan: el silencio. “No denuncies a los que te insultan. No les prestes
atención: eso es lo que buscan. Cállate”, te dicen, lo que equivale a permitir
que los matones ocupen el recreo sin que nadie los desafíe.
Ese
es el diagnóstico: ¿cuál es el remedio práctico? Como a la mayoría de las
mujeres, me gustaría saberlo. No puede haber un grupo de amigas o compañeras de
trabajo en el Reino Unido (y quizá en el mundo) que no haya hablado con
frecuencia de los aspectos cotidianos de la “cuestión de la señorita Triggs”,
en la oficina, en la sala de reuniones, en la cámara del consejo. ¿Cómo consigo
que se oiga mi observación? ¿Cómo logro que se le preste atención? ¿Cómo
consigo tener un lugar en el debate? Estoy segura de que algunos hombres
también sienten eso, pero, si hay una cosa que sabemos que une a mujeres de toda
clase de orígenes, de todas las opiniones políticas y de todo tipo de negocios
y profesiones, es la experiencia típica de la intervención fracasada: estás en
una reunión, haces un comentario, se produce un breve silencio y al cabo de
unos segundos incómodos un hombre retoma la conversación donde él la había
dejado: “Lo que estaba diciendo es que...” Habría sido mejor ni abrir la boca,
y terminas echando la culpa tanto a ti misma como a los hombres que parecen
considerar el debate un club exclusivo.
Quienes
logran transmitir su voz adoptan a menudo una versión del camino “andrógino”,
como Maesia en el foro o “Isabel” en Tilbury, que imitaban de forma consciente
aspectos de la retórica masculina. Eso hacía Margaret Thatcher cuando tomó
lecciones vocales con el objetivo específico de hacer que su voz fuera más
grave, para añadir el tono de autoridad del que, según sus asesores, carecía su
voz aguda. Y eso está bien, en cierto modo, si funciona, pero todas las
tácticas de ese tipo tienden a perpetuar que la mujer se sienta fuera, como
alguien que imposta papeles retóricos que no posee. En pocas palabras, que las
mujeres finjan ser hombres puede ser un remedio rápido, pero no llega al
corazón del problema.
Necesitamos
pensar en cuestiones más esenciales sobre las reglas de las operaciones
retóricas. No me refiero al viejo tópico de que “al fin y al cabo, los hombres
y las mujeres hablan distintos idiomas” (si lo hacen, se debe a que les han
enseñado idiomas distintos). Y sin duda no pretendo que caigamos en el camino
de “los hombres son de Marte y las mujeres de Venus”. Mi intuición es que, si
queremos realizar un verdadero progreso con respecto a la “cuestión de la
señorita Triggs”, tenemos que regresar a algunos primeros principios sobre la
naturaleza de la autoridad oral, acerca de lo que la constituye y sobre cómo
hemos aprendido a oír la autoridad. Y, en vez de empujar a las mujeres a que
tomen lecciones vocales para alcanzar un tono agradable, profundo, ronco y, se
mire por donde se mire, artificial, deberíamos pensar más en los defectos y
fracturas que subyacen al discurso masculino dominante.
Aquí
también puede ser útil fijarnos en los griegos y en los romanos. Si es cierto
que la cultura clásica es en parte responsable de fuertes asunciones de género
sobre el discurso público, el muthos masculino y el silencio femenino, también
es cierto que algunos escritores de la antigüedad eran mucho más reflexivos que
nosotros con respecto a esas asunciones aprendidas: eran subversivamente
conscientes de lo que estaba en juego en ellas, los perturbaba su simplicidad y
sugerían una resistencia. Quizá Ovidio silenció, con énfasis, a sus mujeres a
través de la transformación o lo mutilación, pero también insinuó que la
comunicación podía trascender la voz humana y que no se silenciaba de manera
tan fácil a las mujeres. Filomela perdió la lengua, pero logró denunciar a su
violador tejiendo la historia en un tapiz (y esa es la razón por la que la
Lavinia de Shakespeare pierde las manos además de la lengua). Los teóricos de la
retórica más inteligentes de la antigüedad estaban dispuestos a reconocer que
las mejores técnicas masculinas de persuasión eran incómodamente similares a
las técnicas de la seducción femenina (a su juicio). Les preocupaba la cuestión
de si la oratoria era, por tanto, masculina de verdad.
Una
anécdota particularmente sangrienta muestra de forma vívida las guerras de
género sin resolver que había bajo la superficie de la vida y el discurso
público de la antigüedad. Durante las guerras civiles romanas que siguieron al
asesinato de Julio César, Marco Tulio Cicerón –el orador y polemista más
poderoso del mundo romano– fue asesinado. Sus verdugos llevaron triunfantes su
cabeza y manos a Roma, y las clavaron, para que todos pudieran verlas, en la
tribuna de oradores del foro. Fue entonces, dice la historia, cuando Fulvia, la
mujer de Marco Antonio, que había sido víctima de algunas de las polémicas más
devastadoras de Cicerón, se acercó a echar un vistazo. Y, cuando vio esos
pedazos del hombre, se quitó las horquillas que llevaba en el pelo y atravesó
con ellas varias veces la lengua del muerto. Es una imagen desconcertante de
uno de los artículos característicos de la ornamentación femenina, la
horquilla, usada como arma contra el centro de la producción del discurso
masculino: una especie de Filomela invertida.
Lo
que pretendo señalar es una tradición de conciencia crítica que viene de la
antigüedad: no una tradición que desafía de forma directa la plantilla básica
que he trazado, sino que está decidida a revelar sus conflictos y paradojas, y
a plantear preguntas más amplias sobre la naturaleza y el propósito del
discurso, masculino o femenino. Quizá deberíamos fijarnos en eso y sacar a la
superficie las preguntas que con regularidad archivamos acerca de cómo hablamos
en público, de por qué una voz es adecuada y a quién pertenece esa voz.
Necesitamos una toma de conciencia a la vieja usanza acerca de lo que
entendemos por voz autorizada y de cómo hemos llegado a construirla.
Necesitamos resolver eso antes de decidir cómo nosotras, las Penélopes
modernas, podemos responder a nuestros Telémacos o, si vamos al caso, prestarle
unas horquillas a la señorita Triggs. ~
Publicado
en la London Review of Books. Traducción de Ramón González Férriz y Daniel
Gascón.