Rosina Conde, danza solitaria

Hace 21 años escuché por primera vez la voz y el nombre de Rosina Conde. El acontecimiento fue durante una lectura a propósito del día de la mujer. Aunque tiempo más tarde volvería a encontrarme con su escritura de manera constante, el acento de esa primera impresión matizó la percepción que desde entonces tuve sobre su creación poética.
La escritora leía en esa ocasión un cuento. La lectura de la narrativa alternaba fragmentos de canciones que entonaba con muy buena voz. La escritora contaba y cantaba, a la manera de los antiguos heraldos que traían noticias, proclamas estructuradas en verso. La escucha de la narrativa, que pudiera haber sonado un tanto plana para la joven que entonces yo era, adquirió una dimensión que desbordó el espacio lineal de la hoja de donde provenía. Se convirtió en un canto sincero y poderoso que llenó cada uno de los rincones de la pequeña sala en la que unas veinte personas la escuchábamos. Era un canto. Pero era una proclama que traía noticias nuevas, cosas nunca dichas, palabras que pertenecían al ámbito de lo que se susurraba en secreto, palabras que otros poetas de otros tiempos habían tenido un cuidadoso recato en no pronunciar. Pero ésta era una enunciación brotada de un cuerpo singular, que expresaba lo que sentía, no lo que había leído en los libros. Esta era una nueva voz de mujer.
Rosina Conde fue apareciendo cada vez más en mi horizonte. Los estudios formales de literatura tuvieron una apertura hacia la valoración crítica sobre la escritura de las mujeres casi a fines de la década de 1990. Rosina se instaló de una manera contundente en el corpus de una categoría que se denominó “literatura fronteriza”. La apertura que tuvo el mundo editorial y académico con estas escrituras que nacían en los intersticios de las culturas mexicana y norteamericana lanzaron a la fama a varios escritores que fueron capaces de reformular estéticamente el cruce entre ambas fronteras. De alguna manera que todavía considero intuitiva, creo que la escritura de las mujeres ha tenido que subirse al barco de las literaturas periféricas varias veces para poder ser objeto de estudio dentro del devenir histórico de nuestra cultura. Así, aprendí en la carrera de letras que Rosina Conde era una autora fronteriza y que los valores de su obra radicaban en su inscripción a un uso híbrido del lenguaje o al contexto espacial bordertown en el que se desarrollaba.
Quizá la narrativa de la escritora responda de una manera más que aceptable a esas premisas que validan a la literatura de frontera. En cambio, puedo decir que su poesía plantea y resuelve problemas de una talla más personal. Su poesía no es la voz pública que asume compromisos colectivos. Es una voz que habla desde dos ámbitos: el cuerpo y la experiencia. En ella podemos ver a la mujer que sale sola a la calle sosteniendo la mano de un niño; a la mujer que baila sola y en esa danza encuentra el amor gozoso; a la mujer que se encamina al mar a solas porque en él encontrará a compañeros de viaje como los peces, las gaviotas, las sirenas y las caracolas.
Su poesía es danza solitaria siempre en busca del otro, a quien encuentra y le habla de amor.
Quienes han compuesto lo que hasta ahora conforma el canon de la literatura bajacaliforniana han hecho un énfasis, acertado, en la transformación de las claves poéticas y narrativas que se manifestaron en la década de 1970. A partir de entonces la literatura que se produjo en el estado abandonó el compromiso público y social para poner el acento en la subjetividad del individuo atrapado en un espacio en el cual los nacionalismos amenazaban con disolverse. La escritura de las mujeres, aun dentro de esa novedad que fue para el sistema literario mexicano la literatura fronteriza, fue reconocida sólo de manera tangencial. Complejos mecanismos que durante muchos años se han arraigado en las prácticas sociales no permitían a una mujer ejecutar sus danzas solitarias. Como sujetos que participan en la descripción de la cultura, las mujeres escritoras requieren todavía mayores plataformas de difusión. El reconocimiento que este año se le hace a Rosina Conde en el marco del Festival de la Literatura del Norte, no olvida su gran labor como promotora no sólo de su propia obra sino la de otras mujeres. Su papel como editora independiente, profesora y tallerista ha demostrado la solidaridad que los miembros del género femenino podemos construir para poder decir “nosotras”.
Abundantes señas de esta construcción de lazos solidarios entre las mujeres pueden localizarse en su obra poética. Es la mujer arrollada en la calle por un camión; es Eva seducida por la serpiente; es Dalila triunfando con su vello púbico sobre Sansón; es Lesbia conquistando a Cátulo; es la madre que adorna el lecho con flores de alhelí y yerbabuena; es Mary Key que se vuelve vegetariana y se va a la India; es la señorita que se solicita para trabajo fácil, cocinar, lavar platos y servir la mesa sin exigir un lugar en la historia; es la abuela que empacaba abulón en Ensenada y cargaba un alfiler en la solapa para pinchar a quien quisiera agredirla. Es la mujer que tomó el lugar del padre en la mesa y fue servida con las viandas antes ofrecidas a él.
La poesía de Rosina Conde ha sido una pluma singular que lanzó sus proclamas entre el mar y el desierto bajacalifornianos. Ha sido mujer que camina, que canta, que baila una danza solitaria, pero una danza que condensa todas las voces, todos los cantos y todos los caminos de la experiencia humana femenina.



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