Depresión, de Robert L. Jones


Quiero una depresión que esté mejor afeitada, mejor vestida
y sea en general mejor ciudadana que yo.
Una depresión que hornee su propio pan, que cultive sus propias habas
y beba el más viejo Beaujolais de la más vieja aldea francesa.
Y una vez que hayamos comido y bebido juntos,

una depresión que me platique acerca de sí misma.
Relajada finalmente, con un palillo de caoba entre los dedos,

mostrará los dientes,
y veré que están dañados.
Quiero una depresión insegura.

Una depresión a la que yo pueda intimidar hasta que su cara
se marchite como una ciruela de dudas;
y a la que pueda avergonzar hasta que suelte una risilla nerviosa
que haga a la gente dar la espalda
y alejarse rápidamente.
Por otro lado, aceptaría una depresión radical,

de segunda clase y en busca de una nueva oportunidad en la vida.
Una que pueda contratar en la fila de los desempleados.
Pues si puedo darle trabajo, puedo despedirla.
Quiero una depresión no sindicalizada.
Quiero una depresión que haya fallado en su misión.
El fracaso del dentista con dentadura falsa.

Del peluquero calvo,
del dermatólogo con sarna,
del anestesista letárgico,
no son nada al lado de una depresión que está deprimida.

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