Mi primer colaboración para La Jornada Baja California, HAPPY.




Fiestas y rituales cívicos para una ciudad turística y fronteriza

http://jornadabc.mx/tijuana/11-07-2017/fiestas-y-rituales-civicos-para-una-ciudad-turistica-y-fronteriza



Durante las décadas de 1940 a 1960, los miembros de los sectores medios tijuanenses intentaron llenar de nuevos significados a los espacios públicos que ya habían sido identificados plenamente por los visitantes y turistas como lugares de vicio y degradación. Aunque sus acciones no lograron borrar del todo la imagen indeseable de su terruño, al menos sí se constituyeron como una serie de estrategias con las que consiguieron construir experiencias y espacios en los que se fueron reconociendo poco a poco como miembros de una comunidad.
Ante la continua y abrumadora presencia del turista extranjero y la mala reputación que los tijuanenses continuaban proyectando hacia el exterior, hacia la segunda mitad del siglo XX surgieron intentos por construir diversas estrategias que representaran a un "nosotros". Los desfiles, el calendario cívico así como la articulación de narrativas y genealogías patrióticas construyeron una nueva lectura de la ciudad y sus espacios públicos que intentó ser representativa de una sociedad que se quiso afirmar, al menos discursivamente, como mexicana y, sobre todo, ajena a las “inmoralidades” que tenían lugar en el distrito turístico.
Las disputas por el espacio público entre turistas y ciudadanos
El proceso de urbanización que se dio en la ciudad de Tijuana a finales de la década de los años cuarenta y hasta la década de los sesenta, puede verse como el periodo en el que se plantea la necesidad de separar el distrito turístico y la vida residencial. Este proceso tuvo como protagonistas a dos grandes grupos sociales que compartieron, habitaron, moldearon y se disputaron el espacio urbano desde el ámbito mismo de la cotidianidad. Turistas y ciudadanos fueron quienes negociaron las libertades del disfrute del espacio frente a los derechos de habitación, trabajo y tránsito.
Uno de los episodios de esta disputa es aquel concerniente a la convivencia entre los centros de atracción turística, las escuelas y las viviendas. Los vecinos de las colonias afectadas dirigieron sus quejas de manera constante a las autoridades a través de la prensa local. En estas notas es posible identificar que la vecindad entre las colonias y los centros de atracción turística ocasionaba que para los colonos fueran intolerables algunos de los comportamientos que se suscitaban alrededor de estos lugares. Los reclamos más recurrentes tenían que ver con las escenas entre marineros y prostitutas que en plena calle eran visibles para “el gran número de familias humildes pero decentes” así como para los niños que se dirigían a sus centros escolares. Una de estas quejas ilustraba la situación así: “por el día y por la noche, se miran a menudo gruesos grupos de marineros y soldados del vecino país, en pos de aventuras eróticas, dedicándose a la caza de mariposillas, sin el menor respeto a las familias honradas que por ahí residen.” Un antiguo residente de Tijuana, el profesor Héctor Seeman Corral, señalaba en un testimonio lo común que era convivir con la prostitución en su zona residencial: “Borrachitos y vomitados allí; damas que salían a despedir a sus clientes, todas pintarrajeadas, limpiándose los labios y diciendo: ¿mijo, cuándo regresas?”.
Debido al sentimiento de padecer una “inmoral invasión” por parte de esta clase de turistas, los tijuanenses persistieron en defender la legitimidad del uso de su espacio en donde continuaron realizando sus actividades cotidianas. En la zona norte se construyeron tanto un jardín de niños como un campo deportivo, en una inversión conjunta entre el gobierno del Territorio y los colonos. También fue solicitada la reubicación de algunas cantinas que colindaban con escuelas e iglesias. Gracias a las gestiones de prominentes católicos que apoyaban la construcción de la nueva catedral, fue removida la cantina La Sorpresa de la avenida C a la avenida B. Y en la calle Ocampo se solicitó remover “el centro de inmoralidades denominado El Carmen”por estar a unos cuantos metros de un templo católico.
Pero las quejas no se limitaban a los establecimientos en las inmediaciones del distrito turístico. El ejercicio de la prostitución se había extendido hacia otras zonas que eran consideradas exclusivamente residenciales. Los vecinos de las colonias Altamira, Independencia, Puerta Blanca, Cuauhtémoc y del boulevard Agua Caliente también se manifestaron afectados por estas actividades, llegando a hacer circular en forma de volante una carta abierta dirigida al gobernador del estado para manifestarle la situación, que también ponía en peligro a sus esposas e hijas puesto que los marineros norteamericanos “creen que tras cada puerta está una mujer a su disposición y que cada hembra que va por la calle, no importa su edad o categoría, puede ser objeto de sus proposiciones obscenas.”
Otros colonos organizados fueron los agricultores de La Mesa, quienes formaron una guardia de vigilancia para perseguir a los vagos y viciosos y a aquellos que llegaban a la zona residencial en vehículos llevando cerveza y mujeres y que daban un mal ejemplo para las familias. Esta iniciativa fue aplaudida por la prensa, quien calificó a los agricultores de ciudadanos ejemplares y como las personas ideales para llevar a cabo semejante tarea de limpieza profiláctica, debido a que eran quienes vivían en “el perímetro de la honestidad”.
Ciertamente, la idea de que la ciudad debía reorganizarse para contener y confinar las cada vez más expansivas actividades derivadas del distrito turístico dentro de un perímetro regulado, tenía como fundamento una relación de tensión que se había ido estableciendo cotidianamente entre los ciudadanos y los turistas norteamericanos.
La prensa local es una buena fuente para conocer detalladamente las bizarras y estrafalarias actitudes de los turistas en la “ciudad del vicio”. Uno de esos comportamientos fue el acoso contra las mujeres. Algunas notas de prensa de la época describen que algunos marineros se introducían a las casas creyendo que se trataba de prostíbulos, pues era difícil distinguir estos, a falta de una bien delimitada zona de tolerancia, de los hogares decentes: “anoche, poco después de las 12, de acuerdo con los informes proporcionados por la policía fue detenido el marino Percy Robert Conquen, quien indebidamente se introdujo en la casa número 100 de la colonia Cuauhtémoc, habitada por la señora Inez Caballero, quien encontró al extraño visitante cuando tranquilamente se desvestía dentro del baño.” Que los marinos acosaran a las señoritas decentes y llamaran a las puertas de las casas buscando prostitutas era una circunstancia intolerable para los ciudadanos, misma que era atribuida a la falta de una zona roja delimitada, al arribo constante de mujeres que se dedicaban a la prostitución y a la existencia de lugares clandestinos que eran utilizados como lupanares sin ninguna regulación.
El sentimiento de invasión era común para los ciudadanos, como lo muestra el testimonio de la señora Isaura Alvarado: “Tijuana era un destino, un día interminable. Gente, gente, dinero, marinos divirtiéndose, muchachas del sur, chamacas bonitas, jovencitas, bien borrachitas abrazadas a los americanos que tiraban dinero, se les caía; vivíamos ahí en el centro y a las casas se metían americanos güeros, negros, marineros borrachos confundidos abrían las puertas y yo me asustaba con ellos enfrente que vociferaban imprecaciones en inglés.”
Los turistas eran vistos por los residentes de la ciudad como personajes libertinos y arriesgados a los que sin embargo debía ofrecérseles un servicio hospitalario, pues su presencia equivalía a ingresos inmediatos y efectivos para la economía local. De tal manera que el perfil que de ellos se dibujaba en la prensa mantenía un balance entre el desprecio y la consideración. El escritor Luis de Basabe describía de esta manera esa actitud ambigua hacia el turista: “Los de las tiendas de curiosidades, pesca deportiva, cantinas, hoteles, moteles y clubs nocturnos, formamos una especie de sociedad particular, medio amanerada y falsa, ya que hasta cierto punto, nos consideramos en nuestro fueron interno, sólo como una especie de lacayos de extranjeros, a los que por ende no gustamos ni nos gustan del todo. Por eso envidio solapadamente a profesionistas, industriales, comerciantes y trabajadores que, a pesar de convivir a nuestro lado, parecen moverse en otro medio distinto, ajeno al nuestro. Sin embargo, por instinto de auto-protección y justificación obligada, fingimos, incluso, despreciarles un poco a ellos, ya que disfrutamos una vida más cosmopolita y llena de colorido. Inconsciente o conscientemente, adoptamos modales, vestidos y actitudes ambiguas y parecemos estar situados en una nebulosa, tenue línea fronteriza, entre los dos pueblos vecinos.”
Aunque la prensa y la literatura exponían a los turistas estaunidenses como consumidores de alcohol y drogas, también los mostraban como víctimas de los abusos de los malos administradores de servicios. Algunas notas son ilustrativas. Debido a su comportamiento en los cabarets y cantinas se decía que consumían drogas mientras observaban los espectáculos así como que se liaban a golpes en medio de la función. Fuera de estos lugares, parecían no tener reparo en emprenderla contra los bienes inmuebles de los clubes y hoteles cuando se les daba un mal servicio. También se les criticaba que en temporadas de calor anduvieran por la calle “[casi] como Dios los echó al mundo: en calzones y sin zapatos”. Lo que destacaban, sobre todo, era el consumo inmoderado de alcohol, que los llevaba a situaciones riesgosas para su propia seguridad. Mientras que algunos sufrían accidentes automovilísticos, otros alcanzaban tal grado de congestión que les llegaba a ocasionar la muerte. De este abuso de las bebidas seguramente se desprendían otros delitos menores, como el de proferir insultos contra los mexicanos o causar daños en propiedades ajenas, por los que de igual forma se les arrestaba. Aun con todo, la prensa también señalaba los abusos de que eran objeto los turistas y denunciaba a las autoridades por la mala vigilancia de los servicios, enfatizando la necesidad de crear una oficina de turismo tanto para prevenir tales abusos como para estimular las visitas de los extranjeros a la ciudad. Se reconocía que los servicios turísticos tenían carencias, por lo que trataban de evitar que afectara la afluencia de visitantes, misma que pareció disminuir entre los años de 1947 y 1948.
Por su parte -según se decía en la prensa- los ciudadanos estadunidenses dirigían numerosas quejas, en forma de cartas y telegramas, a los diarios de San Diego en las que exponían los abusos de autoridad, robos y vejaciones sufridas durante sus visitas a Tijuana. Tales maltratos parecían ser comunes y se presentaban en la prensa como infracciones de tránsito arbitrarias, robos y precios excesivos en hoteles, cabarets y restaurantes. El escritor Aníbal Gallegos refiere que en la agencia del ministerio público diariamente se levantaban como mínimo veinte actas de averiguación por delitos en los que estaban implicados los turistas, sin contar aquellos casos que se resolvían de manera “salomónica”, que eran la mayoría. Cuando en una ocasión llegaron a presentarse solo tres casos, los escribientes y los “coyotes” se llegaron a tronar los dedos por la desesperación debido a que era el reflejo de lo “mal que estaban las cosas en Tijuana.” Entre estos casos también se presentaron pleitos entre los prestadores de servicios, taxistas y vendedores, que culminaron con el asesinato de algunos estadunidenses. Sobre este panorama, señalaba Aníbal Gallegos: “Estoy seguro que Tijuana es uno de los pocos lugares del mundo donde el norteamericano es un cero a la izquierda: lo roban, lo golpean, lo encarcelan. ¡Y pensar que ellos son invencibles, sobre todo en las películas de Hollywood! Pero nadie se inmuta por estas cosas. Todo mundo sigue feliz, visitando los interesantes lugares de este “old romantic Mexico”, donde los norteamericanos vienen -a pesar de todo- para aspirar simplemente: ¡un poco de libertad!”
Un estudio realizado por Rodolfo Stavenhaguen en 1958 señalaba que la delincuencia en Tijuana estaba asociada a las épocas del año en que fluía una mayor cantidad de visitantes a la ciudad. El investigador mencionaba también que culturalmente al turista se le veía como un ser impersonal, efímero, hasta cierto punto ingenuo, lo cual lo hacía una víctima fácil de robos y estafas: “desde el chiste obsceno cuando se trata de una `gringa` hasta el engaño más refinado”. No es de extrañar entonces que con el propósito de advertir a sus paisanos de estos abusos por parte de los mexicanos, el ciudadano Ronald Gordon publicara un booklet al que tituló Complete guide to Tijuana, en donde explicaba con sumo detalle cómo moverse por la ciudad sin ser timado por taxistas, farmacéuticos, tratantes y prostitutas. También describía cómo localizar a un médico para practicarse un aborto y cuál era el precio justo para adquirir una “french movie”. Con la mejor de las intenciones -y un dejo de ingenuidad-, Gordon lamentaba que las autoridades de Tijuana no hubieran permitido la venta de su folleto. Pero, aclaraba, podía adquirirse en San Diego. 
Resignificar el espacio: desfiles cívicos
Muchas de las acciones por medio de las cuales los ciudadanos retomaron el espacio público consistieron en trazar nuevos recorridos por la ciudad con una carga significativa diferente a la de “el camino de perdición” que entonces era popular entre los visitantes extranjeros. Los desfiles cívicos y de carnaval pueden leerse como una relectura de esa ruta. Además, los desfiles cívicos transitaban como un contingente ordenado, muy diferente a la circulación desordenada y espontánea que los turistas llevaban a cabo por esas mismas calles. Pero este tipo de actos populares no siempre tuvo una intención defensiva respecto a la ocupación turística extranjera. En ciertos momentos los desfiles fueron escenificaciones en las que se celebró la biculturalidad de la frontera.
Organizados durante algún tiempo por la Junta Patriótica, los desfiles fueron retomados en 1941 por el comité regional del Partido de la Revolución Mexicana. Las fechas de celebración eran: 5 de febrero, día de la Constitución, 5 de mayo; conmemoración de la Batalla de Puebla; 16 de septiembre, aniversario de la Independencia de México, y 20 de noviembre, aniversario de la Revolución Mexicana. Antes y durante la Segunda Guerra se llegaron a realizar desfiles de carnaval, coordinados también por el PRM, pero se suspendieron por motivo de ésta misma en 1943.
El recorrido realizado por las columnas cívicas y militares iniciaba en la esquina de las calles Segunda y D -hoy Miguel F. Martínez-, y se desplazaba hacia la Revolución, avenida que cubría por completo hasta llegar a la calle Octava, por donde tomaba una ruta de regreso hasta la escuela primaria Miguel F. Martínez. El trayecto tenía ligeras variaciones de acuerdo con la celebración, pero básicamente se mantenía alrededor del perímetro del distrito turístico, como puede apreciarse en el siguiente mapa.
Ruta de los desfiles cívicos en Tijuana, décadas 1940-1950
Fuente: Elaboración propia con datos de las rutas de los desfiles cívicos aparecidos en el periódico El Heraldo Baja California.
Los desfiles culminaban generalmente en festivales culturales que se llegaron a celebrar en distintas sedes como el coso de El Toreo, el Centro Mutualista Zaragoza, el Parque Teniente Guerrero, la Escuela Miguel F. Martínez y la escuela Álvaro Obregón. Los números artísticos que se presentaban eran variados e incluían manifestaciones de una cultura muy refinada, como arias de ópera, hasta repertorios populares de canciones rancheras.
El establecimiento de un calendario oficial en torno al cual se organizaron todos los actos cívicos, incluidos los desfiles, quedó instituido a partir de 1954 en el Territorio Norte de la Baja California, mediante la creación de la Dirección de Acción Cívica y Cultural, pero en Tijuana este departamento se oficializó hasta 1962. Los desfiles no siempre fueron la expresión positiva, total y acabada, de la nacionalidad mexicana. En ciudades fronterizas como Mexicali, Tijuana y Ciudad Juárez existieron expresiones que celebraron la biculturalidad de la región. En Mexicali, por ejemplo, se llevó a cabo desde 1939 la Cabalgata del Desierto en la que participaban soldados mexicanos y estadunidenses. La carga simbólica de este evento internacional fue vista con suspicacia por el historiador Pablo L. Martínez, quien luchó durante los años cincuenta para abolir la celebración hasta conseguirlo. 
Por supuesto, el contexto de la Segunda Guerra fue propicio para estos encuentros. Así ocurrió en Tijuana cuando, con motivo del Día de la Defensa Civil, se organizó un magno festival en el que se alinearon todas las manifestaciones artísticas, culturales y deportivas. El entusiasmo parece haber sido tal que durante ese año pasó desapercibido el aniversario de la derrota a los filibusteros que intentaron separar a la Baja California de México durante la Revolución Mexicana.
Hubo otras manifestaciones representativas de la reunión de dos culturas distintas en el espacio fronterizo. Una de ellas fue el Desfile de los Legionarios, realizado en 1951, en el que participaron los héroes de la Primera y Segunda Guerra Mundial, que ese año se encontraban en una convención en la ciudad de San Diego y quienes dentro del programa de sus actividades tenían una visita de reconocimiento a la ciudad de Tijuana. El contingente que recorrió las principales calles de la ciudad estuvo formado por la banda musical de la policía de San Diego, representantes del cuerpo policiaco de Los Ángeles, grupos escolares de diversas ciudades de California y el grupo de veteranos condecorados por sus hazañas durante la guerra.
Por su parte, la Cámara de Comercio hacía lo suyo para abonar en el terreno de las manifestaciones simbólicas. Con motivo de su aniversario, instituyeron que el 26 de julio se celebraría el Día de las Californias. La fiesta comenzó con un desfile en el que se lucieron carros alegóricos que mostraban a las bellezas femeninas de los clubes sociales de ambos lados de la frontera. La marcha siguió con una banda de música de la Marina de San Diego, un conjunto de jóvenes bastoneras de National City así como grupos de charros y mariachis mexicanos que amenizaron el ambiente. Disuelta la marcha, el contingente se congregó en el parque Puerta Blanca en donde tuvo lugar un encuentro de béisbol. La fiesta culminó con dos bailes: uno popular, en el Parque Teniente Guerrero y otro más selecto, en el Club Campestre.
Los desfiles cívicos en Tijuana negociaron con una identidad ambigua, pero no fueron las únicas manifestaciones que ocuparon el espacio público para construir una representación local de la mexicanidad. La construcción de experiencias colectivas dentro de un territorio que negociaba diariamente su identidad se explica de una mejor manera cuando reconocemos la labor que en ésta tuvieron los grupos civiles que desde una posición privilegiada armaron las tramas narrativas de las genealogías y cultos patrióticos localistas. Nos referimos a los clubes, ateneos, círculos y asociaciones, que durante poco más de medio siglo funcionaron como mecanismos de cohesión social en una ciudad que se integró tardíamente al proceso modernizador del estado posrevolucionario mexicano.
*Elizabeth Villa (Tijuana, 1974)
- Licenciada en Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la UABC y maestra en Literatura Mexicana por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
- Obtuvo la beca Conacyt para realizar estudios de Doctorado en Historia en el Instituto de Investigaciones Históricas-UABC, en donde realizó una investigación sobre el rol de las sociabilidades en la vida cultural y los discursos públicos en Tijuana entre 1942-1968
- Imparte cátedra de teoría, crítica e historia literaria en la Facultad de Humanidades de la UABC y en el Centro de Posgrado y Estudios Sor Juana. Es autora de los libros de narraciones Apología de la brevedad y Cuentario

Entradas populares de este blog

Reconstrucción de “El mimetismo y el hombre: la ambivalencia del discurso colonial” de Homi K. Bhabha en El lugar de la cultura, por Elizabeth Villa, corchetes míos.

La breve vida feliz de Francis Macomber

La Perla de John Steinbeck