Carta de duelo
Querido papá:
Ha sido muy difícil para mí ponerme de nuevo, o
intentar de nuevo comunicarme contigo. ¿Por qué ha sido así? Para mí que soy la
experta en comunicar, hablar, dar cursos y charlas, usar nuestro hermoso idioma
para la enseñanza. Pues ha sido difícil hacerlo porque siempre he sabido que
eres un receptor complicado. Solía decir que me llevaba bien contigo 15 minutos
y que después de eso tenía que salir corriendo para no escucharte. Era cierto.
Superficialmente eras encantador: te gustaba la música, eras un aficionado
violinista, tenías muchas aventuras por contar, siempre aderezadas de una
manera diferente. También tenías un espíritu crítico, no te dejabas de nadie,
eras independiente y muy valiente para decir tus opiniones y defender tus
derechos. Te admiraba hasta cierto punto. Me sentía orgullosa de ese aspecto
tuyo. No eras hipócrita ni veleidoso; tú eras Vicente Villa, como solías decir.
Yo te admiraba, pero también te tuve mucho miedo.
Nunca sentí la confianza para
decirte lo frágil que yo me sentía al enfrentar este mundo. Yo no era fuerte
como tú, yo me asustaba. No sabía que en esta vida había que correr riesgos
para convertirse en un ser autónomo. Yo quería una guía para ayudarme a
enfrentar todos los peligros, y desde muy temprana edad me di cuenta que tú no
estarías ahí para mí. Así fue. Fuiste una escuela muy dura. Mucho muy dura. Tú
creías que la base de la enseñanza era no consentir ni amar con exceso a los
hijos, pero a veces yo me preguntaba si no creías más bien que lo correcto era
no amarnos. La enorme brecha que se abrió entre tú y nosotras, tus hijas, fue
un enorme vacío que se instaló casi de manera definitiva en mi corazón. Fue la
fuente de muchos errores que cometí en la vida, de muchas indecisiones (como la
de no tener hijos o casarme) y de muchos resentimientos y malas relaciones con
los hombres en general.
Ahora que te has ido y yo soy una adulta, me cuesta
mucho trabajo reconocer que a pesar de quien hayas sido como padre, finalmente
eras mi querido papá, no tenía ningún otro. Y que yo era tu hija, aunque
hiciera las cosas "a mi modo", como decías, ninguno de los dos teníamos de otra.
Y que esa forma de tratarnos tan extraña, con un cariño distante e
intermitente, con todos esos altibajos e incomunicaciones prolongadas, que esa
era una forma de amarnos, aunque fuera errónea. Porque, bueno, ¿quién puede decir
cuál es la forma correcta de querer a una persona?
Después de tu convalecencia y muerte me he puesto a
pensar mucho sobre el papel de la paternidad. Debe ser muy difícil. Yo no tengo
hijos y durante mucho tiempo no deseé ser madre. Pero observo a mis hermanas
con sus hijos. No sé exactamente cuál sea el punto espiritual de la paternidad,
pero algo me hace intuir que se trata de un proceso de enseñanza y continuidad.
Que el adulto tiene en sus manos una vida joven y una gran responsabilidad
sobre esa vida. De esos matices o excesos del amor o desamor va a surgir una
persona que será un proyecto para bien o para mal de este mundo.
Yo creo ser un proyecto para bien. Algo me lo dice.
Mucho me lo dice. Y cuando pienso en eso, en quién soy y lo que he hecho en
este mundo, a mis 46 años de vida, cuando pienso eso, algo dentro de mí me dice
que no hiciste del todo mal. No hiciste de mí un monstruo. Que de alguna manera
hiciste lo que creías correcto. Que hiciste de mí una mujer de bien. Porque me
niego a pensar que eras un malvado. No creo que haya sido así.
Sigue siendo difícil para mí ponderar esas formas
tuyas de ejercer la paternidad. Sobre todo cuando veo a otros padres. Cuando
veo a mis suegros, que son tan cariñosos con sus hijos y nietos, o a los padres
de mis amigas. Tú siempre fuiste un padre ausente y autoritario. Rarísimas
veces comprensivo y cariñoso. Bueno, cariñoso nunca. Era tu regla de oro.
Tal vez se escuche frío cuando pienso que tu muerte
solo te alejó físicamente de mí, ya estabas lejos desde hacía mucho tiempo.
Papá, quizá era el momento de poner fin a esa vida tan llena de dificultades
por las que tú mismo atravesaste. Ya era tiempo de entregar y reintegrarte al
ciclo de la vida. En mi interior lamenté que se nos haya acabado la hora de
poder compensar tantos años de desapego. Pero al mismo tiempo sabía que aunque
tuviéramos 20 años más tú habrías hecho lo posible por mantenerte aislado en tu
torre. Así fue.
Hoy he buscado el momento de reconciliarme con la
persona que soy. Y hacer eso es reconciliarme también contigo. Tú eres, como
quiera que haya sido, el padre verdadero para mí. Tú me diste una vida y yo he
tomado esa vida en mis manos para construir cosas hermosas y útiles para este
mundo. Tu tarea no ha sido en vano. Tú eres mi papá y yo soy tu hija, y esto es
completamente verdadero. Entiendo el precio que te costó ser padre y lo que me
costó a mí ser hija. Y si no llego a realizarme como madre honraré las
enseñanzas que depositaste en mí y las transmitiré lo mejor que pueda a otros
seres que se encuentren en el camino del aprendizaje. Te amo, papi. Así, en
nuestra forma particular de ser que nos moldeó esta vida.