Epístola para Claudia Silva. En tu memoria
Querida güerita:
Me cuesta trabajo no decirte de esa manera, pues siempre fuiste para mí la güerita de los jueves y siempre lo seguirás siendo, aunque para ti ya se hayan acabado para siempre los tintes y los retoques. En cambio, los jueves no se han acabado y no se acabarán nunca. A estas alturas, es algo que empiezo a comprender: que la vida es un devenir constante a la que le vale madres nuestra singularidad terrenal. Que los jueves seguirán siempre ahí, para que los caminen por los bulevares otras adolescentes teñidas de rubio o de moreno, asustadas de su propio poder seductor, y que esas ya no seremos nosotras.
Quiero
decirte que de este lado las cosas se pusieron muy complejas y que, en ese
sentido, fuiste muy afortunada de largarte por tu propio pie y ponerle punto final
a tu historia. Porque para mí, fuiste tú misma quien decidió trascender las
limitaciones del cuerpo, eso lo tengo muy claro. No te imagino, nunca te
imaginaré, siendo víctima de una enfermedad simplona y culera que te hizo daño
solo por estornudar o toser. No lo imagino así. Prefiero creer que tú
preparaste el camino y que saliste a tiempo y triunfante por este portal
bizarro al que alguien nombró pandemia.
Como
las aves que migran usando las autopistas del viento, tú ya estabas lista para
aprovechar cualquier puerta de salida a otras dimensiones, porque yo recuerdo
que Claudia siempre estuvo haciendo eso. Siempre tentando los límites de esta
realidad, en donde las demás estábamos tan cómodas. Y esa posición tuya,
siempre en el borde de todo, era notable por la ropa que usabas, el tinte de tu
cabello, los libros que leías y esos amigos tan extraños con los que te veíamos
a lo lejos acordar pactos secretos.
Cuántas
cosas de ti nunca supimos, mi güera, solo porque elegiste guardarlas para
acrecentar más el misterio que alrededor de ti flotaba y que, de alguna manera,
te ayudaba a remontar esa dura realidad en la que vivías. Y luego, pues cómo
íbamos a comprender tus acuerdos enigmáticos con el arcano, si éramos las otras
unas chamacas temerosas de la vida. Espantadas de hacer el ridículo por caminar
mal en tacones o de no entrar de manera correcta en el brassier. Nunca te
entendimos, pero te admirábamos, porque estabas siempre dos pasos por delante
de nosotras, que apenas habíamos leído a Hesse y la noción de Abraxas nos
escandalizaba. Ahora entiendo que todas tus extravagancias eran señales que nos
debieron indicar que estabas en una huida permanente de ti misma. Que con esos
actos mínimos en tu apariencia construías un universo en el cual eras poderosa
y que por las noches te elevabas como una lechuza que circundaba nuestras
trayectorias diurnas, libre sobre los aires.
Mi
Claudita, cómo me hubiera gustado hacer a un lado mi ñoñez de entonces para
acompañarte a cruzar ese bosque de lobos hambrientos por el que seguramente
transitaste confiada en tus cabellos mágicos y en tus anillos plateados de
serpientes. Ayudarte a escapar de ese hombre fenicio, del que nos contaste en
tu cumpleaños, que cobraba vida sobre la puerta de madera que había tallado tu
padre, que era alcohólico y ebanista.
Mi
querida, tal vez a las otras nos quede algo más de tiempo por sobrevivirte,
pero iremos cayendo de manera lenta hacia el suelo, hasta que de nosotras no
quede nada más que los frutos de nuestro tiempo. Las que han dejado hijos, como
tú lo hiciste, tendrán una certeza más consistente de la trascendencia, pero
las que moriremos sin semilla, solo dejaremos constancia escrita de lo mucho
que amamos la vida, de lo intenso que disfrutamos "los días de sol, los
árboles, el viento, la llovizna".
Ten
la seguridad que desde este lado te acompañaremos. Volaremos por ahí,
recorriendo con nuestras danzas las avenidas y los bulevares, que ya no serán
peligrosos porque nos habrá bastado la vida para aprender, como lo hiciste tú,
a convertirnos en cuervos, gatos, arañas, búhos, liebres, y escapar así, ágiles
y triunfantes, de nuestros perseguidores.