Escritura, literatura y vida

Hace poco me invitaron a participar en un libro en donde se compilaron testimonios de autores y autoras sobre su experiencia y formación lectora. Gracias al librero y editor Raúl Pérez Rojas, quien me animó a participar (tres días antes del cierre de la convocatoria, así es esto). Acá va el textito que aporté. 


Escritura, literatura y vida

Las mil y una noches es el libro al que le debo mi vocación por la literatura. Creo haber tenido entre seis o siete años cuando, por primera vez, me adentré en sus páginas. El volumen lo consulté en la biblioteca pública Ignacio Zaragoza, muy cercana al conjunto habitacional en donde vivíamos. El recuerdo viene a mi memoria, apenas vago, pero la impresión que guardo de aquella experiencia es muy profunda. Apenas llevaría algunas hojas revisadas cuando una de mis hermanas mayores me llamó para irnos de regreso a casa. Andábamos de paseo rutinario, un poco como niñas salvajes, por las calles del centro de la ciudad, libres de nuestros padres por unas horas. La biblioteca nos llamó la atención por ser un espacio dentro del parque Teniente Guerrero, lugar común de nuestros recreos. Ahora que lo pienso bien, tardamos mucho tiempo en identificar el edificio, pues desde la ruta que nosotras seguíamos, la biblioteca queda justo a espaldas del área infantil de juegos. Había que ir más allá del espacio seguro de diversión, explorar otros caminos, salir del territorio lúdico, para conocer ese otro universo.

La biblioteca Ignacio Zaragoza es un espacio pequeño. Comparada con las dimensiones que tiene ahora cualquier recinto de lectura, se antoja que fue creada para una ciudad tímida en sus propósitos de divulgar el arte y la cultura. He regresado muchas veces ahí. Ya como estudiante de la carrera de literatura, y luego como autora, volví a sentarme en sus salas. Mi percepción ahora resulta muy diferente. Mientras yo crecí y recorrí esta ciudad y otras, aquel recuerdo se mantiene focalizado en el arrobo que me descubrió la posibilidad que brinda la lectura para privarse en una misma y olvidar que el resto del mundo existe. Aquel recuerdo me comprime; me hace sentir unida y concentrada, y solo dejándome llevar por el hilo que trazaba aquella historia de un rey que asesinaba mujeres, hasta el día en que una de ellas estuvo dispuesta a contarle algo.

Esa particular experiencia de desentenderme de todo es, creo, la matriz que me llevó a profesionalizarme en la lectura. No fue un proceso difícil; desde que conocí la historia de Sherezade mantuve el deseo de volver a perderme así. Y el extravío ocurrió muchas veces. En dos ocasiones más he vuelto a leer completa esa edición de Porrúa.

La anécdota que cuento ahora es una reliquia de mi experiencia primigenia como lectora. Me llena de nostalgia por las latencias que se despiertan en momentos clave de la infancia, pero he encontrado después otros libros. Demián, de Herman Hesse, por ejemplo, fue mi gran descubrimiento adolescente. Lo recibí como regalo en mi fiesta de XV años, de parte de mi primera amiga adulta, Blanca Estela Mata Larios, quien me habló tempranamente de la dualidad de Abraxas. Demián no fue un arrobamiento. Fue un aviso al despertar adulto que se asomaba más o menos cercano. Es muy posible que la lectura de este libro me haya impulsado un poco/un mucho a querer salir del círculo familiar y explorar otras formas de relaciones. El periodo de mi vida en el que leí casi todos los otros libros de Hesse está fuertemente marcado por un deseo propio de independencia y experimentación. Lo haya provocado o no, los personajes complicados e inconformes de sus novelas me acompañaron en ese tránsito.

Después siguieron los Veinte poemas de amor, de Pablo Neruda y luego El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez; ambas obras fueron lo más cercano que pude leer como experiencia erótica, a la edad de 18 años. Recuerdo viajar en el transporte público y entrecerrar de súbito las tapas de mis libros, para evitar que los otros pasajeros se asomaran a la sensualidad literaria que yo sentía se desbordaba por cada página. Debí haber temido andar cargada con semejante equipaje en mis diarios recorridos hacia mi trabajo y luego a la escuela. Entonces yo, una muchacha que ya leía tanto, pero que no sabía casi nada del mundo.

A medida que me fui haciendo adulta, la experiencia vital superó con creces cualquier aventura escrita. Nada de lo que yo pueda haber leído supera las intensidades a las que yo misma me arrojé o que ellas mismas me hallaron buscando las coordenadas adecuadas para cada etapa de mi vida. Libros y experiencias llegaron muchos; llegaron juntos y también se distanciaron. Hubo periodos en los que, a pesar de leer bastante, las circunstancias de mi materialidad fueron más urgentes e imprescindibles por atender. Lecturas, autores, personajes, han ido y venido; se han convertido en compañeros en quienes me he visto reflejada o posibilidades que en ningún otro universo quisiera ser.

Escritura y lectura son mi oficio cotidiano, pues me alimento de la enseñanza de la lengua y de la escritura. Ambas se han convertido en mi profesión, con todas las implicaciones que un empleo tiene. Pero también han sido instrumentos de placer e imaginación.

Juan Carlos Onetti, en El pozo, anheló escribir la historia de un alma, de un alma sola, "sin los sucesos en los que tuvo que mezclarse para vivir". Creo que, aunque poética, tal misión sería imposible, pues de existir historias de almas sin vida, ¿cuál sería su sentido? De la misma manera, puedo asegurar que no existe una historia de libros sin vida. Que la lectura y la literatura, forzosamente, van acompañadas de vida. Que la literatura, por sí sola no es nada, sino que es cuando la experiencia la acompaña.


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